miércoles, mayo 21, 2003

Cuaderno de bitácora. Día 21 del quinto mes del año 2003 de nuestro señor Jesucristo

...Reclinado en mi austera silla, con las botas apoyadas en la mesa, descanso el diario en mi regazo sin decidirme a abrirlo y acaricio las amarillentas y cuarteadas páginas y la gastada cubierta de cuero. Miro con reticencia la reseca pluma, olvidada hace tantas jornadas, y aspiro otra bocanada de mi pipa, cargada con las aromáticas hierbas de la bodega. El segundo de a bordo, Odín, que ahora duerme a pierna suelta en una de las dos camas de mi habitáculo en el castillo de popa, es experto en tales menesteres y se asegura personalmente de tener siempre a mano una reserva de la mejor calidad. El sopor invade lentamente mis cansados miembros y la débil luz de un farol casi extinto colgado del techo hace bailar las sombras de mi camarote, que aparecen a mi exhausta imaginación como feroces indígenas de alguna tribu olvidada en el ejercicio de un pagano ritual...

Cierro los ojos y me abandono a los recuerdos, lo único que me queda ahora. Me cuesta demasiado retomar mis memorias. Tengo mucho que contar y lo he pospuesto por un tiempo excesivo. El regreso a tierra firme ha sido duro y mi trabajo en la compañía mercante me mantiene ocupado en los libros de cuentas desde que el sol se levanta hasta que se pone. Se acercan los exámenes de promoción de marino y tengo grandes volúmenes pendientes de lectura. Pero no puedo engañarme, no es ése el motivo. Mi mente no se ocupa en otra cosa que en mi amada, que tan lejos está, y no soy capaz de concentrarme, ni de pensar en otra cosa que no sea ella. Pero no puedo faltar a mi deber como capitán de navío y con gesto cansino comienzo dubitativo las primeras líneas de la narración de mi última y emocionante travesía, emprendida el día 10 de Abril del presente año, con fecha de regreso 20 del mismo mes, con destino a Rusia.

Los trámites para obtener los papeles necesarios para el viaje se complicaron de forma inesperada y a punto estuve de quedarme en tierra a última hora, pero el color dorado de unos doblones españoles me consiguió un billete y pude embarcar como estaba previsto. Llegué a puerto con la salida del sol, con el amanecer de un nuevo día, y por fin pude estrechar a mi amada entre mis brazos después de tanto tiempo guardando su ausencia...estaba tal y como yo la había recordado cada noche en mis sueños, con el pelo un poco más corto, y tal vez un poco más delgada, pero con esa sonrisa tan franca, los ojos brillantes de alegría... no puedo recoger con palabras los sentimientos que me embargaron en aquellos días. Cualquiera que haya conocido el amor, y todo el que vive de verdad lo ha hecho, lo entenderá... así, acumulo en estas páginas anécdotas y experiencias, pero son tan sólo un decorado para la felicidad que viví en esos días junto a mi dama.

Esa misma mañana paseamos por Moscú cogidos de la mano, juntos tras una separación demasiado larga. La plaza roja, el Kremlin, la tumba de Lenin...lugares exóticos y nuevos me rodeaban, pero yo sólo tenía ojos para ella. Inmaculada. Inma...

Dejamos mis baúles en la residencia que habíamos rentado para nuestra estancia y descansamos un rato. El resto del día lo pasamos con unos amigos rusos de Inma, Misha, un ex-oficial del ejército muy divertido y su esposa Diana, una alegre rusa que chapurreaba el castellano. Tres días pasamos en Moscú y fueron días maravillosos, como lo fue todo el tiempo que duro mi expedición. Nos perdimos en los museos y las iglesias ortodoxas que pueblan la ciudad, en la populosa calle Arbat donde se acumulan los turistas, en los megalíticos edificios del comunismo... La temperatura no fue extremadamente fría, dado que un mes antes había sido de 24 grados bajo cero y que durante mi estancia rara vez bajó por debajo de los cero grados. Incluso nevó un día, una grata sorpresa para mí y una monótona rutina para los hastiados lugareños. Y como no, disfrutamos de la comida y, sobre todo, de la bebida rusa, el famoso vodka que con sus cuarenta grados es capaz de alegrar el corazón de esta gente en el invierno más frío. Mis bodegas cargan ahora con barriles del preciado licor que esperan un buen motivo para ser abiertos. Una reunión de oficiales. Hace tiempo que no nos reunimos todos, volcados en nuestras ajetreadas vidas y alejados en nuevos destinos. Echo de menos a mis camaradas, empleando el término soviético, y espero ansioso el día de reunirnos todos y brindar juntos por nuestra amistad...

Días después, tomamos un ferrocarril nocturno hasta Kazán, la población donde Inma ejerce de maestra. Vivimos en casa de una vieja matrona rusa, una mujer fuerte de físico y carácter, aunque con un gran corazón que trataba inútilmente de esconder bajo una ruda fachada. Nada más llegar, tras haber pasado toda la noche viajando, brindamos por el viaje. Realmente, fue mi capacidad de beber vodka como un marino vasco y comer pepinillos en vinagre como un cosaco lo que me ganó el cariño de la casera, que me consideró a partir de entonces un "auténtico hombre" y me trató como a su propio hijo.

Rusia es un país de contrastes, que se ven exacerbados en la república tártara. La ciudad es una mezcla de culturas, que aglutina judíos, musulmanes y ortodoxos, sinagogas, mezquitas e iglesias por igual. La miseria y la riqueza más opulenta se mezclan sin apenas transición. Sus habitantes viven en condiciones muy duras, que en invierno llegan a ser extremas, y eso forja un carácter. Son gentes hoscas y malhumoradas, pero cuando los conoces, pueden resultar también hospitalarios y entrañables. Realmente, me gustó más la pobreza y la realidad de Kazán que la cosmopolita Moscú, donde se apreciaba mucho menos la auténtica esencia del país.

Cuando miro atrás, me cuesta recordar lo que hice cada día. La cara de mi dama ocupa todos mis recuerdos. Mi atuendo y mis modales resultaban llamativos y era objeto de no pocas miradas que podían dividirse por igual en admiración y desconfianza. Mejoré un poco mi parco dominio de la lengua eslava y, si bien soy incapaz de mantener una conversación elaborada, me las apañaba para defenderme en cuestiones sencillas. El tiempo pasó deprisa, ocupado en conocer gente, visitar monumentos y pasear junto al romántico escenario del Volga helado a la puesta de sol con Inma. Mi estancia allí coincidió también con la llegada de una embajada diplomática española en forma de tuna universitaria que, aunque no despertó especialmente mi simpatía, cautivó el corazón de los kazanos y, de modo especial,de las kazanas. Y así, entre una cosa y otra, sin darme cuenta, llegó el día de la vuelta.

El regreso lo hice acompañado de otro marino español desplazado a tierras moscovitas para visitar una novia rusa. El padre de la muchacha era un importante oficial de los servicios secretos rusos empeñado en conseguir información sobre el motivo de mi visita. El por qué era para mí una incógnita, pero, realmente, el hombre estaba convencido de que Inma y yo éramos hermanos, hasta que nuestra fogosa despedida lo sacó de su error. El adiós fue muy duro. Separados durante demasiado tiempo, pasamos juntos diez días maravillosos, en los que llegamos a conocernos y a querernos más y en los que aprendimos que somos un solo corazón dividido en dos cuerpos... El mismo expreso transiberiano que me había llevado hasta allí arrancó despacio e Inma caminó junto a la ventanilla de mi tren, con nuestras manos separadas por el frío del cristal como un anticipo de la distancia, hasta que quedó de pié en el andén y mi vagón se alejó sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo. Sus lágrimas arrancaron destellos a las últimas luces del día y yo mantuve mis dedos pegados a sus huellas en la ventana hasta que estas fueron desapareciendo una a una. De noche, mientras seguíamos unidos en el sueño, nos fuimos alejando, pero una gran parte de mí se quedó atrás, en algún lugar de ese desolado país.

Y ahora, ¿qué nos depara el futuro? Doy una calada a mi pipa sólo para comprobar que lleva rato apagada. Abandono mi camarote en silencio y asciendo al gobernalle para contemplar apoyado en la barandilla de popa el fulgor de las estrellas reflejado en la estela del barco. Supongo que sólo Dios puede contestar esa pregunta. Podría tratar de sonsacarle la respuesta porque, sin saber exactamente cómo ni cuándo, parece que hemos llegado a un acuerdo, y hemos hecho las paces. Ese pensamiento me arranca una sonrisa. Aunque sé que no contestaría, creo que prefiero descubrirlo por mí mismo...El futuro nunca llega. Vivimos en el presente. Y el mío es Inma, aunque ahora esté lejos. Estoy enamorado como nunca lo había estado. A veces el mar me llama y me susurra celoso y despierta mis demonios interiores, pero ya no gritan como antes... dejaría gustoso mi barco varado en tierra por ella, y estaría dispuesto a no embarcar de nuevo si no fuera juntos. Y eso para mí significa mucho... pero estoy convencido de que es ella. Sé que mi timón nunca volverá a girar al azar, porque ahora tengo un rumbo. Donde esté Inma estaré yo. Un solo corazón...