viernes, mayo 14, 2004

Día 14 del quinto mes del año de nuestro señor Jesucristo 2004.

“Es éste sin duda el viaje más interesante de los que he emprendido desde mi llegada a Hong Kong. Y sin embargo, soy incapaz de plasmarlo en las páginas de mi diario. Paso las hojas sin decidirme a escribir. Releo todo lo que llevo escrito desde que comencé este cuaderno y me parece que hay más de una vida encerrada en él. Miro por la ventana y los edificios que me rodean resultan tan anacrónicos comparados con mis memorias de Vietnam...

Partimos un Sábado, día tercero del cuarto mes, muy temprano por la mañana. Mi compañero de viaje, un caballero español que trabaja en Hong Kong en el sector mercantil de nombre Pablo Jimenez Espín, yo mismo y una joven dama española, Raquel, que nos acompañó a puerto para coger su propio navío rumbo a Taipei, aunque luego habría de reunirse con nosotros en Vietnam. Supongo que debo hacer aquí un pequeño inciso para aclarar algunas cosas. La citada señorita, que hizo ya una breve aparición entre las páginas de mi diario en mis crónicas de la expedición a China, trabaja, como no, como oficial comercial, en este caso para una institución que la capital española mantiene en estas lejanas tierras. Supongo que antes no me había atrevido a dedicarle un espacio en mi cuaderno por la inestabilidad de mis sentimientos en estos tiempos azarosos que vivo, pero a estas alturas, aunque mi rumbo y mi destino sean igual de inescrutables, no puedo menos que admitir que en estos meses en Asia ha llegado a ser para mí algo más que una amiga y que mi estancia en Hong Kong no habría sido lo mismo sin ella.

En fin, dejando a un lado mi siempre problemática vida amorosa y volviendo a la historia que nos ocupa... arribamos a Saigon, la antigua capital en el sur del país, el mismo sábado por la mañana. Nos instalamos en la posada que previamente habíamos reservado y visitamos las pagodas de Ho Chi Minh City, como ahora se llama la ciudad, aunque debo reconocer que no eran especialmente hermosas. Nuestro siguiente destino fue Phan Ngu Lao, la zona donde se reúnen todos los aventureros de paso por el lugar. Allí degustamos las especialidades de Hue y no tardamos en ser abordados por locales tratando de vendernos mercancías de extraperlo, incluyendo detallados mapas del país y hierbas aromáticas que adquirimos a un precio irrisorio.

Después de comer alquilamos unos transportes locales, unos velocípedos a motor que me recordaban mis peores noches de tormenta en alta mar, un invento del diablo realmente difícil de manejar (son necesarias las manos y los pies, que tienen que coordinarse sin descuidar la atención del camino que se recorre), y, después de un corto tiempo de aprendizaje, e incluso algún percance que no pasó de un ligero susto, nos enfrentamos a la locura y al caos de las calles para perdernos entre miles de transportes como los nuestros, que se apretaban en un río formado por personas, máquinas, polvo de carretera y humo.

Dos días más pasamos en la ciudad, donde visitamos el museo con los horrores de la guerra recogidos como testimonio de los errores humanos y como aviso y lección para el futuro, el palacio de la reunificación y los suburbios. Vivimos noches locas en Phan Ngu Lao y en el “Apocalypse Now” e incluso hicimos una corta excursión a los pueblos en el delta del Mekong. Allí navegamos sus canales entre las islas nombradas como los animales sagrados del país: Dragón, Tortuga, Unicornio y Fénix., y también allí, trabamos amistad con dos muchachas japonesas de la edad de nuestras madres que allí se encontraban de visita y que nos invitaron a probar el delicioso pez elefante.

Fue ésta la parte más auténtica del viaje, y aún eché de menos visitar los estrechos túneles subterráneos plagados de trampas que los guerreros vietnamitas habitaban en tiempos de guerra y los templos caodai que había en la zona, una religión fruto de una extraña amalgama de creencias, pero el tiempo de que disponíamos era limitado...

Es difícil ofrecer una imagen clara de Saigon. En mi memoria se presenta como un collage de imágenes: el tráfico caótico, las aglomeraciones de personas, los caminos de tierra, los edificios, bajos y descuidados, el vino de Dalat y la magnífica comida, el licor de serpiente, la miseria y la inocupación de sus habitantes, el barrio chino, un hombre tratando de vendernos un par de zapatos a las dos de la madrugada... y el calor omnipresente que nos acompañó durante todo el tiempo que duró el viaje... supongo que resulta tan confuso en mis recuerdos como lo fue para mí en carne y hueso...

Después continuamos nuestro viaje hacia Nha Trang, en la costa, donde dejamos a un lado la parte más cultural del viaje para descansar en sus largas playas de nuestra ajetreada vida en Hong Kong. Las peripecias que allí ocurrieron siempre me obligan a sonreír con un deje de incredulidad.

La primera sorpresa fue descubrir que el alojamiento que habíamos reservado se hallaba en una isla bien alejada del pueblo, donde sólo podíamos acceder mediante un navío privado que circulaba a ciertas horas de la noche. Una vez solventadas todas estas cuestiones, arribamos por fin a la ciudad, nos bañamos en la playa, aunque no estaba excesivamente limpia, y luego fuimos a visitar un templo donde mantuvimos una animada aunque limitada, por los problemas de comunicación que el idioma presentaba, conversación con unos monjes budistas y con una joven pilluela que conocía al menos veinte idiomas diferentes en los que decir “Te quiero” y que nos sacó unos dongs a fuerza de picardía.

Pero sin duda, aunque los días en Nha Thrang fueron intensos, más aún lo fueron las noches. El Lunes fuimos a cenar a una marisquería donde degustamos una comida exquisita regada con un vino mejor aún. Con la panza llena y sin ánimos para movernos demasiado, nos acercamos al bar que quedaba justo al lado del restaurante, el “Loco kim”, que aparecía recomendado en nuestra guía. Siguiendo las recomendaciones de nuestro libro de ruta, ceñimos nuestro menú a los “Cubos Kim”, rellenos de una inidentificable pero interesante mezcla de licores que anunciaba una noche prometedora. Nada más salir del bar, a la hora de cierre, fuimos asaltados por dos simpáticos locales que nos ofrecieron transporte, más hierbas aromáticas y mujeres. Aunque declinamos amablemente la última oferta, tomamos buena cuenta de las dos primeras, y entre risas y en un ambiente de camaradería, nos acercaron hasta el “Club marítimo”, que es donde todo el mundo acaba cuando el resto de los bares apaga sus luces.

Una vez allí nos encontramos con otro grupo de españoles que realizaban el mismo itinerario que nosotros, pero que habían organizado un viaje mucho más glamuroso y se hospedaban en lujosos hoteles y evitaban los tugurios y los antros que nosotros frecuentábamos y donde tan a nuestras anchas nos sentíamos. Además, se trataba de parejitas, y es por todos conocida la alergia que ese tipo de eventos me produce... Pero, en fin, el sitio era agradable y estaba conveniente situado junto a la playa, donde fui a sentarme a meditar. Es curioso, pensé mirando al cielo y disfrutando de una larga calada de mi pipa, que aquí se vean las estrellas. Acostumbrado a las siempre artificialmente iluminadas noches de Hong Kong, donde el cielo es tan sólo una bóveda grisácea, uno aprecia el aire libre, el espacio y la brisa marítima.

El momento se vio roto por una nativa que vio en mi persona una víctima propiciatoria de sus inequívocas intenciones, pero decline cortésmente sus atenciones y volví con el grupo de españoles para recoger a mi compañero y emprender el viaje de regreso a la posada, ya a altas horas de la madrugada. En el embarcadero, esperando al navío que nos llevaría de vuelta a la isla donde debíamos pernoctar, encontramos una hoguera alrededor la cuál se apelotonaban un grupo de vietnamitas departiendo en alegre alboroto. Cuando nos acercamos curiosos, en seguida quisieron que nos sentáramos con ellos, nos ofrecieron un licor de sabor sospechosamente parecido a la lejía y las muchachas de la fiesta tiraron de nosotros hacia el fuego. Afortunadamente, logré imponer el sentido común y arrastré a Pablo, que ya estaba dando buena cuenta de su segundo vaso, de vuelta al muelle, puesto que llevábamos con nosotros documentos importantes y dinero, que para aquellas gentes que viven en la pobreza supone siempre una tentación. Nos prometimos volver en otra ocasión desprovistos de cualquier artículo de valor para compartir una velada con aquellas simpáticas gentes, pero al final no pudimos cumplir con nuestras intenciones.

Al día siguiente nos hicimos con unos transportes y fuimos en busca de las ruinas Cham y las cataratas de BaHo. Acompañados de Paco, uno de los españoles y su guía recorrimos los caminos al borde del mar y entre los campos de arroz, visitamos los templos de Nha Thrang, escuchamos las leyendas locales y nos bañamos en las cascadas de la jungla. Fue una excursión increíble que nos alejó de la ciudad y nos perdió en las maravillas que esconde la naturaleza de Vietnam. En realidad, cuando utilizó la expresión “nos perdió”, debería hacerlo literalmente, puesto que en algún momento y sin darme cuenta, después de pararme a observar el paisaje, me vi separado del grupo y elegí otro camino que me llevó de vuelta a la ciudad después de muchos rodeos y peripecias varias.

El último día que pasamos en Nha Thrang contratamos un viaje en barco por las islas con Mamá Hahn, una nativa famosa por su afición a la marihuana y lo divertido de las excursiones que organiza. Parece que actualmente Mamá Hahn, de avanzada edad, está retirada del servicio activo por problemas con las autoridades, en paradero desconocido. No se descarta que esté en la cárcel, de dónde ha entrado y salido infinidad de ocasiones, o incluso fallecida, pero en cualquier caso, su compañía sigue organizando tours... el viaje comenzó temprano y fue muy completo. A bordo del barco y acompañados de la animada tripulación comimos, cantamos, asistimos a un espectáculo musical e incluso saltamos con unos flotadores a beber el vino de Dalat en el mar. Complementamos la excursión con una inmersión para bucear en los multicolores corales de las islas, un somero descanso en las playas de arena blanca y una visita a uno de los simpáticos pueblos de pescadores que puntean la costa. Una jornada revivificante, como siempre que encuentro el mar cerca...

Por último, hay que señalar que trabamos amistad en el viaje con otros aventureros que como nosotros se encontraban de paso por el país. Esto resulta curioso ya que coincidimos con uno de ellos por la noche. Una fuerte nativa australiana que, al calor de la amistad y tras un par de cubos del “loco Kim”, nos contó la triste historia de su vida, cómo su marido le había engañado con su mejor amiga y cómo había buscado en este viaje una manera de encontrarse a sí misma, sólo para verse de nuevo rechazada por un joven noruego que podría haber sido su hijo. He de confesar que su triste relato no coincidía demasiado con el humor del público, que, después de haber compartido los mismos cubos encontraba la historia bastante más divertida que su protagonista y se lamentaba sin embargo de sus escasos días de vacaciones. De todos modos, la noche fue animada y Pablito estuvo a punto de acabar en brazos de la mujerona, que se ofreció a enseñarle a fumar hierbas aromáticas echándole el humo en la boca. Afortunadamente, en ese mismo momento llegamos al club marítimo y la proposición cayó en saco roto.

Los últimos cuatro días de la expedición los pasamos en Hanoi, donde nos encontramos con Raquel en el hostal que para nosotros había reservado en la parte vieja de la ciudad. Hanoi resulta tanto más civilizada en cuanto se la compara con Saigon. Pasear por la ciudad resulta agradable, especialmente por la parte antigua, y la oferta cultural y de entretenimiento es mucho más amplia. Los templos resultan mucho más atractivos y la ciudad está más cuidada. El arte es una de las mayores riquezas de Vietnam y adquirimos gran cantidad de recuerdos de bella factura a precios irrisorios. De noche, nos encontramos también aquí con otros oficiales comerciales españoles ubicados en Taipei, Yago y Oscar, que se hallaban de vacaciones y compartimos la mesa y la diversión. En esos días, visitamos el impresionante mausoleo de Ho Chi Minh que guarda los restos del venerado caudillo, disfrutamos de la comida y la bebida vietnamita, de la hospitalidad de esas gentes y de una agradable excursión a las “Pagodas Perfumadas”. Es un viaje obligatorio para los locales, en peregrinación para solicitar los favores de los dioses, y el sitio se llama así por el agradable olor que exhalaban antiguamente las flores de loto que poblaban el río.

Fueron unos días más tranquilos pero muy agradables, especialmente para mi compañero de viaje que, animado por los licores del lugar y, tal como había sido pronosticado por el Jack de corazones que encontramos abandonado en el suelo en uno de nuestros paseos, se dio valor para presentarse a una dama francesa residente en la ciudad con quién trabó amistad y que hizo para él de guía turística de la ciudad de día .... dejaré las noches de mi amigo para su intimidad y me limitaré a recoger mis propias aventuras.

Por último, debo reseñar que en el viaje de regreso, que por problemas de logística hube de hacer en solitario, encontré mi navío excesivamente cargado y la compañía comercial que lo regentaba pospuso mi vuelta no sin antes compensarme generosamente y permitirme unas últimas horas para pasear por la ciudad.

En el norte de Vietnam, dejamos pendiente el viaje a Sapa, en las montañas, donde la mala comunicación conserva aún cierta autenticidad en las minorías étnicas que las pueblan y la excursión a Halong Bay, un paisaje marítimo de ensueño, que para mí habrían resultado tal vez más apetecibles que otras actividades, pero mis compañeros prefirieron un viaje más relajado y estuve de acuerdo en guardar esos destinos para futuras incursiones en suelo vietnamita.

Fueron unas vacaciones increíbles, tanto por las experiencias vividas como por los parajes visitados, pero ante todo, por la compañía, pues aunque mi intención al venir aquí fue desde un principio descubrir Oriente, y, sobre todo, Japón, siempre he defendido que lo más importante es la tripulación que me acompañe, más que el destino, y en esta ocasión, ni siquiera los tifones que asolan Hong Kong en ocasiones habrían podido arruinar la travesía. Sin duda, es la gente el mayor tesoro que he encontrado en Asia...

Me reclino y exhalo un largo suspiro. Descanso por fin, concluída la narración de mis aventuras en Vietnam. Y a pesar de ser de las más extensas, no consigo reflejar apenas la décima parte de lo vivido allí. Tampoco es necesario. El sol todavía está alto en el horizonte y decido dar un paseo por Hong Kong antes de la caída de la noche. Me apetece andar sin rumbo y reflexionar sobre algunas cuestiones que ocupan mi mente... pero eso deberá esperar otra ocasión para ser narrado. Por hoy, guardo la pluma con cariño y cierro el libro con una sonrisa, preguntándome qué será lo próximo que ocupe sus páginas en blanco...”

Capitán de goleta Augustus Lucero.