lunes, febrero 03, 2003

Cuaderno de bitácora del Capitán de Goleta Augustus Lucero. Día tercero del segundo mes del año de Nuestro Señor Jesucristo 2003

...El viento azota mis cabellos y yo le respondo desafiante, volviendo mi cara en su dirección, sintiendo su frío mordisco en mi rostro. Estoy vivo.

Echo de menos el olor a salitre y a mar, el sonido de las olas rompiendo contra el costado del barco, el ajetreo y los gritos de los atracadores en los muelles, el balanceo de la cubierta... Es un día de Invierno frío y ventoso, con un sol débil que no atina a calentar mi corazón.

Repasando las últimas entradas de mi diario no puedo evitar esbozar una sonrisa. Hay un tiempo para todo. Para la alegría y la tristeza, para la risa y para las lágrimas... supongo que en eso consiste sentirse vivo. Hacía mucho que no me sentía tan vivo como estos días... Se acercaba la fecha en que la dama Inma volvería a pisar tierras españolas, tras una larga estancia en territorio soviético. A pesar del ajetreo del día a día, de la distancia, de las aventuras y desventuras que mi diario ha recogido este año, no he podido olvidarla.

El saber próximo su regreso hizo brotar en mí los recuerdos, y supongo que también en ella, porque nuestros correos comenzaron a ser más frecuentes, y en ellos podía apreciarse que ambos queríamos volver a vernos, tal vez porque compartimos, citando a Shakespeare, "el sueño de una noche de verano", el dejá vu de otra noche mucho más vieja, del día que, siendo niños nos conocimos, y aunque puede que nuestras mentes lo olvidaran en algún momento, ocupadas en otros menesteres, la magia de esa noche había permanecido fresca en nuestros corazones.

Ambos teníamos una agenda apretada, ella cumpliendo con sus obligaciones sociales tras su prolongada ausencia y yo preparando mis exámenes para la comandancia de marina, pero no dudamos en fijar una fecha para reunirnos, sin promesas pronunciadas en voz alta pero con una mutua y secreta esperanza. El día llegó sin demasiados incidentes, a pesar de la presión a la que estuve sometido la semana pasada, agobiado por el exceso de trabajo en la compañía mercantil en la que estoy empleado. Creo que alguien debería recordarles que la esclavitud fue abolida hace tiempo. Recuerdo que no conseguí salir ningún día antes de la puesta del sol y cuando nuestro jefe nos prometió una opípara cena como recompensa a los esfuerzos realizados, yo repliqué con sorna que para mí cenar en casa algún día sería recompensa suficiente. Además, mi nueva hacienda necesita cuidados que requieren de mi tiempo, y, antes de irme a dormir intentaba ocuparme en el estudio de las cartas de navegación con los párpados ya casi caídos... Esto puede justificar el error de cálculo que cometí, cogiendo un pasaje para Málaga en vez de Granada como debería haber hecho. Un movimiento en falso en el sextante y... afortunadamente, pude subsanar el despiste sin mayor complicación y la compañía de viajes hizo los arreglos oportunos, no sin reprimir una risita ante mi desorientación.

En fin, el viernes dejé en el baúl de mi alcoba mi uniforme de oficial y embarqué rumbo al sur, a esas tierras desconocidas que tienen un cierto influjo del continente africano, una chispa de magia que el hombre blanco ha eliminado en su carrera hacia el progreso. No necesité descender la pasarela para reconocerla. Morena, con el pelo corto, la figura delgada y graciosa. Los ojos risueños y chispeantes y una sonrisa encantadora. Preciosa, la misma de mi memoria. Ella también me reconoció, y aunque al principio reaccionamos con timidez y prudencia, sentí el calor de su presencia. En ese momento empezó a nevar, un pequeño regalo del cielo, miles de diamantes cayendo en una suave y errática danza, y no pude menos que sonreir.

Cenamos con unos amigos suyos, Vincent, un marinero belga tranquilo y afable, e Isabel, una sureña de profesión cuentacuentos. Después fuimos a bailar y a mojar el gaznate y sus amigos volvieron pronto a casa, pues tenían que levantarse pronto a la mañana siguiente, dejándonos solos.

Paseamos por las callejuelas blancas y estrechas de Granada cogidos primero del brazo y después de la mano, a la sombra de la magia de la Alhambra y nuestras sonrisas no tardaron en ser una. Disfrutamos del contacto de la piel contra la piel, del susurro de los nombres, del brillo de las pupilas en la oscuridad y del dulce sabor del vaho anhelante y el deseo cristalizado y ya que no es posible pararlo, nos convertimos en ladrones del reloj de la vida que nos arrastra y nos aleja sin que podamos evitarlo.

El día nos sorprendió aún juntos y Granada resultó ser igual de encantadora que de noche, quizá porque el sol descubrió detalles nuevos de Inma que la luna no me había permitido observar. Nos reunimos con otros amigos de la dama, un simpático gigante jienense de casi dos metros y su compañera, una agradable aunque un poco histérica andaluza con los que pasamos el día y parte de la noche. Parecía que nos conociéramos de siempre, y que tuviéramos todo el tiempo del mundo por delante, como en el dibujo de un cuadro en el que los personajes están estáticos...

Lo que más me gustó del Sábado fue la calle de las teterías, donde la algarabía y la mezcla de olores me hacían volver a mis viajes a Túnez, al exótico mercado y los encantados y misteriosos comercios. Tomamos té y compartimos el adormecedor narguile entre las hipnóticas notas de la música mora. Después volvimos a la noche granadina, con sus dulces licores y sus tablas típicas hasta que el cansancio acumulado nos durmió el uno en brazos del otro.

Llegó el domingo, y aunque no lo decíamos en voz alta, la sensación de pérdida fue tomando cuerpo antes incluso de dejar de vernos. Pasamos el día en casa de unos amigos de mi dama, a la vista de los almendros nevados, que me recordaron las flores de cerezo japonesas, "sakura no hana", disfrutando como hacía mucho que no lo hacía de la buena comida, la bebida y, sobre todo, la compañía. La noche se acercaba y yo me negaba a marcharme, así que cambié mis planes para tomar un transporte nocturno, pero aún así las horas corrían demasiado deprisa y el tiempo se escurría inexorablemente como cuando uno trata de retener el agua con las manos. Quedaba ya poco para que abandonara Granada cuando Inma recibió un despacho urgente de su familia. Un pariente cercano había fallecido. Yo quedé allí de pié, sin saber qué hacer decir ni qué decir salvo abrazarla. Ella tuvo que volver con urgencia a Jaén y me dolió aún más abandonarla así, cuando sentía que me necesitaba. Tan sólo pudimos mirarnos a los ojos y, aunque las palabras estaban de más, ambos necesitábamos oírlo y decirlo.

Hacía tanto tiempo... hacía tanto tiempo que tengo miedo de que de haber seguido así podría haber olvidado las cosas que son importantes. Ahora ella parte de nuevo a Rusia y yo he solicitado embarcar el año que viene rumbo a Japón pero, hasta entonces, he comenzado a informarme de los trámites necesarios para conseguir el visado de visita en el telón de acero.

Una vez más, el futuro se presenta incierto, pero, ¿acaso no es así siempre? Es nuestra libertad de elegir el rumbo lo que nos mantiene en pié junto al timón incluso cuando la tempestad arrecia, y aunque a veces pueda parecer una carga insoportable de la que desearíamos librarnos, es el mayor don que nos ha sido concedido. Llevo tiempo vagando sin rumbo fijo, a la deriva, y en dos ocasiones me he tropezado con Inma, como una isla escondida en el ojo de la tempestad. La vida nos ofrece oportunidades que muchas veces no se repiten, y yo pienso aprovechar la que me ha sido brindada... ...Inma...