miércoles, marzo 17, 2004

Segundo fin de semana del mes de Marzo. Anno Domini 2004.

“Atrapado en la vorágine de la vida hongkonita, los acontecimientos no narrados se acumulan sin tiempo para registrarlos ni meditar sobre ellos. Ahora, aprovechando una pausa en las horas de labor, que últimamente resulta muy ajetreado, hago memoria de los hechos acaecidos en el segundo fin de semana del mes de Marzo del año presente.

Anteriormente, uno de mis compañeros de la Oficina Comercial que España mantiene en estas tierras paganas, el mercante Gonzalo de Suarez, recibió la visita de un amigo español. Era tal el caballero Fernando Nicolás, más conocido entre sus amistades como “abuelo”, un hombre de maneras cuidadas y habla pausada, de carácter alegre y despreocupado, que se hizo pronto un hueco entre nosotros con su simpatía natural.

Ya el miércoles tuvimos una pista de lo que el fin de semana nos deparaba. En una de nuestras partidas de exploración, acabamos en el hipódromo de Hong Kong. Es un edificio impresionante. Terrazas y más terrazas se elevan hasta donde alcanza la vista repletas de apostantes con el corazón en vilo. Comedores de lujo y salas privadas con privilegiadas vistas a las pistas de carreras. Las ventanillas de las apuestas en un constante movimiento, con los billetes cambiando de mano sin pausa. Los rostros crispados y los gritos de ánimo y desesperación cuando los caballos enfilaban la recta final. Los suelos alfombrados de papeletas con apuestas poco afortunadas...

Nosotros mismos tentamos la suerte en una o dos ocasiones sin tener demasiada idea, apostando por algunos de los caballos con los nombres más prometedores, como “Dinero rápido” o “Guerrero Celestial”. Debo admitir que mis bolsillos no volvieron más llenos de lo que habían ido, pero también es cierto que la diosa fortuna me sonrió más de una vez en el transcurso de la noche, y medité si tal vez las desventuras amorosas que me habían sido pronosticadas no vendrían acompañadas de cierta fortuna en el juego...

En fin, la semana pasó sin más incidentes, hasta que el viernes decidimos realizar una expedición relámpago a Macau, antigua colonia portuguesa, la ciudad del vicio y la perdición. Al final surgieron complicaciones en el trabajo que nos hicieron retrasarnos y aunque estuvimos a punto de perder el pasaje, embarcamos a última hora de la noche en el navío que había de conducirnos a destino. Se trataba de un grupo reducido: los caballeros Fernando y Gonzalo, acompañados de mí mismo para encontrarnos allí con otro comerciante español amigo de Gonzalo, Javier Arias, que se encontraba desplazado de Pekín en misión de negocios en Cantón. La consigna de la misión fue “Lo que pasa en Macau queda en Macau”, pero como finalmente no pasó nada que deba ocultarse, he decidido recoger en estas páginas lo sucedido durante nuestros días allí.

Nos reunimos pues con Javier a los piés de la fachada de la iglesia de San Pablo, y ante sus ruinas tenue y románticamente iluminadas, solicitamos la bendición del santo para nuestra estancia en la isla. Hicimos las presentaciones de rigor y buscamos una posada donde hospedarnos. Debo reseñar que mis someros conocimientos de cantonés y el inglés colonial que el caballero Fernando había perfeccionado en sus breves días de estancia en Hong Kong nos fueron de inestimable ayuda a la hora de movernos por la isla.

Lo primero que hicimos fue buscar un sitio para cenar. Era tarde y el único sitio que encontramos abierto fue “O’Porto”, un excelente restaurante de comida portuguesa, como la mayoría de los de la isla. Habituados a la comida china, nuestros paladares agradecieron el reencuentro con la cocina tradicional. Regado todo con un excelente vino rosado, degustamos con tranquilidad y con gran placer el marisco local y la jugosa carne exquisitamente preparada.

Una vez acabada la cena, nos acercamos al centro y nuestros pasos nos llevaron a los locales donde se desarrolla la actividad que tan famoso hace a Macau aparte de la colección de prostitutas eslavas que saturan las calles de la ciudad: los casinos. Nosotros elegimos el Lisboa, un edificio ostentosamente decorado por fuera que escondía el sórdido ambiente que encontramos dentro, algo a medio camino entre los lujosos locales donde había que entrar con traje de gala, muy por encima de nuestro presupuesto, y los garitos ilegales escondidos en oscuros callejones donde el filo de las navajas es a veces el único brillo que puede verse en la noche.

El casino era un antro de perdición y no pretendía ocultarlo. El ambiente era sofocante, con un sistema de ventilación muy rudimentario que no conseguía ahuyentar el calor ni desalojar el perenne humo de los cigarrillos y cigarros que llenaba el local, sino que lo hacía circular en extrañas formas y dibujos. En los diferentes pisos se distribuían las mesas atestadas de jugadores, espectadores morbosos y señoritas de dudosa reputación que se acercaban a los ganadores contoneándose exageradamente... aunque tal vez sería mejor decir señoritas de reputación infame, porque poco lugar cabía para la duda. En cualquier caso, la tensión era palpable y se podría haber cortado con un cuchillo. El olor a sudor humano, a nerviosismo, a ansiedad, se mezclaba con las sonrisas de triunfo y el sabor amargo de la derrota a partes nada iguales, decantándose claramente por lo último, en concordancia con la siniestra atmósfera reinante.

Paseamos entre las mesas observando hasta que estuvimos preparados. Me sentí tentado por una mano de Black Jack, pero finalmente nos decantamos por la ruleta. La apuesta mínima era muy elevada, así que decidimos jugar juntos. Saqué el parche de la suerte de mi bolsillo y acariciándolo suavemente, lo ajusté sobre mi ojo derecho antes de inclinarme sobre la mesa de juego con las fichas acomodadas en mi mano. Realmente parecíamos una banda de piratas dispuestos al abordaje.

Repartimos nuestras apuestas. En un principio tratamos de hacerlo fácil, apostando a color, pero la primera jugada fue decepcionante. Apostamos la mitad de nuestros doblones al rojo y contuvimos la respiración cruzando los dedos. Exhalamos un suspiro de decepción cuando salió el cero y el encargado de la ruleta se llevó todas las fichas repartidas sobre la mesa indolentemente. La siguiente apuesta podría haber sido la última, pero esta vez el color negro no nos defraudó. Ah, el dulce sabor de la victoria... Continuamos jugando y llevados de la intuición nuestros beneficios fueron creciendo lenta pero constantemente, lo justo para formar una pila de un tamaño interesante. Finalmente, decidimos arriesgarnos y probar con los números, en una sola apuesta, a una sola carta. Nerviosamente nuestra mirada recorría la mesa mientras el encargado preparaba la bolita para rodar. Cambié mi parche de ojo y con la parte siniestra de mi visión obstruída, recorrí la parte del tapete que aún me era visible. Cogí la mitad de nuestros beneficios, que para entonces constituían un montón nada despreciable y los planté en la parte media de los números. Javier cogió el resto y los colocó en un grupo de seis números al azar. Ninguno de nosotros dijo nada. Simplemente miramos la rueda expectantes. “Lo vi, simplemente lo vi” nos diría “abuelo” más tarde, cuando salimos del casino. En ese momento el encargado dijo con voz átona “No va más” e hizo girar la bola, primero entre sus dedos y luego en el exterior de la ruleta. Nos inclinamos sobre el borde de la mesa y aguardamos a que la rueda fuera perdiendo velocidad. Un grito de euforia procedente de nuestras gargantas sacudió la mesa cuando la bola se detuvo. Probablemente una cantidad irrisoria para muchos de los habituales del casino, que derrochaban su dinero indiferentemente, sin alterar el gesto ante sus victorias o derrotas, pero una alegría inesperada para nosotros, que con los doblones ganados pudimos costearnos la expedición sin cargo alguno. Recogimos nuestras ganancias y salimos de allí cantando y bailando en un ambiente de camaradería, antes de que la codicia nos perdiera.

La noche nos recibió con un sopo de aire fresco. Envueltos aún en una nube de autocomplacencia recorrimos las calles de la ciudad, todavía iluminadas y repletas de vida y de prostitutas rusas, haciendo honor a la fama del lugar, y paramos en las agradables terrazas situadas a la orilla del mar para celebrar nuestra victoria con más de un brindis antes de retirarnos a dormir tarde con la adrenalina aún circulando por nuestras venas.

Nos levantamos también tarde y dimos un paseo por la ciudad. Macau resulta agradable y bien diferente del ambiente opresivo de Hong Kong. Las casas son bajas y aunque gran parte de la ciudad presenta una extraña fusión resultante de la modernidad sustituyendo las partes más antiguas, se conservan bastantes edificios de estilo clásico. El único problema que presenta la ciudad, como suele suceder a menudo en Asia, es la falta de higiene, y la mayoría de las casas están sucias y remendadas con tejabanas provisionales y parches aquí y allá, pero sus callejuelas resultan simpáticas y las recorrimos tranquila y alegremente.

Nuestras últimas horas en Macau las dedicamos pues a perdernos en sus estrechas y caóticas avenidas, ver las fortalezas y los edificios del tiempo del dominio portugués que aún se conservan y luego fuimos a un conocido restaurante situado en la playa de una de las islas del sur, “casa Fernando”, donde dimos buena cuenta del vino y las delicias portuguesas antes de embarcar de vuelta a Hong Kong.

Fueron pues dos días muy interesantes que recuerdo con simpatía, tanto por la diversión, como por la compañía, que espero volver a reunir algún día para otras expediciones, pues siempre es grato contar con amigos al lado cuando hay que hacer frente al peligro, pero también a la hora de divertirse. Sin entrar hoy en reflexiones más profundas, cierro así este capítulo con un pensamiento positivo y una sonrisa y guardo mi pluma para futuros relatos“
Capitán de Goleta Augustus Lucero

lunes, marzo 15, 2004

Día 15 de Marzo del año de nuestro señor 2004.

“... Cierro los ojos y aspiro con fuerza. El olor a tierra húmeda inunda mis fosas nasales y me maravillo una vez más ante el contraste que presenta Asia en todas sus facetas. Estoy sentado en la oscuridad de la noche, en un claro en el centro de Victoria Park, en el corazón de Hong Kong. A mi alrededor, se extiende en todas las direcciones una muralla de árboles, y, si no mirara más allá, podría imaginar que estoy en el bosque. Y sin embargo, justo por encima de las copas mecidas por el viento, asoman decenas de torres resplandecientes elevándose hacia las estrellas, nutriéndose de su tenue luz, como una gigantesca fortaleza. La naturaleza y la ciudad en una perfecta y surrealista simbiosis. Lentamente me levanto y vuelvo a casa para manchar una vez más las páginas de mi diario con mis últimas aventuras...

El tiempo transcurre rápido en Hong Kong, los segundos dando paso a los minutos y éstos a las horas, días y meses sin que uno se dé cuenta. Y sin embargo, cada día trae algo nuevo e inesperado. Todos los días tienen su lección, y aunque debo confesar que no todo lo que descubro me es grato, disfruto con cada momento de exploración y soy feliz en estas islas tan alejadas de la mano de Dios.

Pocas cosas he recogido en estas páginas de mi estancia en Hong Kong hasta ahora, así que he decidido narrar en el día de hoy algunas de las anécdotas que he ido coleccionando desde que llegué...

Supongo que alguna de las cosas que más nos choca a los occidentales es la gastronomía china. Tanto la forma de cocinar como los condimentos y los elementos básicos son bastante diferentes. Una de mis primeras y más intensas experiencias la tuve a los pocos días de llegar. En mi afán para integrarme con la cultura local, interrumpí uno de mis paseos nocturnos para acercarme a uno de los múltiples puestos que hay repartidos por Hennessy Road, la calle que constituye la arteria principal del tráfico de la isla. El tenderete recogía una colección de alimentos difícilmente identificables de todos los colores y olores, aunque tenía dificultades para imaginar como afectarían tales al sentido del gusto. Estaba yo examinando dubitativamente la mercancía cuando se acercó una joven y delicada china y pidió una ración de algo que le fue servido pinchado en un palillo. Si tuviera que apostar, basándome en mis estudios de quirurgía, diría que se trataba de pulmón. Estaba flotando en un bol gigante, hirviendo en una salsa de aspecto poco recomendable y como era ya tarde y quedaba poco, se movía dentro del recipiente, sumergiéndose y reapareciendo por momentos. No era un espectáculo que despertara mi apetito pero haciendo de tripas corazón, me acerqué al puesto y señalando lo que la chica oriental había pedido y ya devoraba mientras se iba alejando, pedí una ración de “pulmoncillos”. El olor era penetrante y la consistencia gomosa. Marché pues tratando de distraer mi mente en otras cosas mientras engullía los pedazos de víscera, pero el esfuerzo fue excesivo para mi estómago. Cuando iba por la mitad del palillo, tuve que arrojarlo lejos y concentrarme para no arrojar también lo que ya había ingerido. Intenté lavar el sabor con un zumo de mango, pero había calado hondo, y el penetrante olor y el regusto de los órganos me persiguieron toda la noche en mis pesadillas.

Afortunadamente, la mayor parte de la comida oriental me resulta agradable y apetitosa, y disfruto experimentando cosas nuevas. Entre las opciones disponibles, aparte de comida occidental, que también se puede encontrar si se desea pero que yo trato de evitar, se puede encontrar cocina tailandesa, coreana, vietnamita... y dentro de éstas y de la china propia, multitud de especialidades. Hay que tener especial cuidado con el picante que puede arrancar lágrimas y secuestrar la respiración de los hombres más hechos y derechos.

Además de la comida, Hong Kong presenta multitud de secretos escondidos entre sus callejuelas. Los edificios esconden en su interior todo tipo de comercios y locales y los mercadillos se extienden durante bloques y bloques incluyendo ropa, comida, imitación de todo tipo de artículos de importación extranjeros, guardados con celo en escondidos pisos francos, peces, pájaros, insectos y todo tipo de criaturas sorprendentes, incluidos los habitantes de la ciudad, que constituyen de por sí una especie autóctona digna de estudio.

Pero la ciudad presenta también sus riesgos para los atrevidos exploradores. El otro día, sin ir más lejos, estuve a punto de ser devorado por las ratas cuando esperaba a un amigo sentado en un parque. No tengo especial repugnancia hacia dichos especímenes, pues siempre hay alguna en los barcos, o de otro modo hay que sospechar que algo va mal... pero éstas eran diferentes. Cuando me di cuenta, las vi correteando descaradamente sin miedo junto a mis botas y cuando me levanté y me alejé un poco, se apoderaron del banco donde había estado reposando y estuvieron mordisqueándolo y haciendo malabarismos encima y debajo de él. Desde luego, la higiene no es el tema más cuidado en este país, lo que ha sido apuntado como posible fuente de las epidemias sufridas últimamente.

Sin embargo, desde mi llegada a Hong Kong, para mí lo más interesante ha sido sin duda alguna el día en que alquilamos un junco para surcar las aguas de los Nuevos Territorios. El transporte era realmente grande, con capacidad para más de treinta personas, unos veinte metros de eslora y un estilizado diseño. Yo había ido preparado para asumir el mando de la embarcación, pero el navío tenía ya un capitán y consideré cortés permitir al marinero chino que manejara el timón, de modo que yo pude relajarme y disfrutar del viento de proa, del sol, de su reflejo en las olas y del vaivén de la cubierta...

Fue una travesía corta, apenas unas horas de trayecto, pero igualmente agradable y entretenida. Partimos temprano por la mañana, en un día claro y soleado. No habría de notarlo hasta el día siguiente, pero los largos periodos lejos del mar me habían hecho olvidar las precauciones necesarias, y tras pasar todo el día a pecho descubierto, mi piel tomaría más tarde el aspecto y la tonalidad del caparazón de un cangrejo. Abandonamos pues la isla hacia una pequeña cala escondida en los Nuevos Territorios, en una zona donde antaño se libraron grandes batallas navales y que aún presentaba aquí y allá vestigios de tales confrontaciones. No faltó el ron que todo buen marinero debe llevar a mano y cuando por fin arribamos a destino, ya la camaradería hacía uno de la tripulación en pleno. Anclamos a cierta distancia de la orilla y la mayor parte del pasaje se abandonó al sueño en la cubierta inferior. Los más atrevidos decidimos explorar la costa y como no teníamos embarcación auxiliar, debimos arrojarnos por la borda y recorrer a nado la centena de metros que nos separaba de la playa. Llegamos deshechos, mermados por la vida sedentaria y el efecto del alcohol y las sustancias aromáticas que nos habían acompañado durante la travesía y nos tendimos boca arriba en la arena, cual náufragos supervivientes de un desastre marítimo, pero congratulándonos de nuestra dudosa hazaña. Permanecimos un rato allí tumbados hasta que el regreso se hizo necesario. La vuelta fue aún más dura, pero afortunadamente llegamos todos enteros y de una pieza hasta el barco.

Zarpamos en breve de vuelta a la isla. El buen día que nos había acompañado en todo momento nos regalaba la vista de la puesta de sol a proa. Erguido en la cubierta, abandoné mi mente a la inmensidad del mar, mirando directamente al astro rey entre mis párpados semicerrados, saboreando la espuma de las olas, disfrutando del momento...

Cuando arribamos a puerto hacía tiempo que el sol se había puesto y las luces de Hong Kong nos recibían una noche más. Aunque al día siguiente nos esperaba el trabajo, unos pocos continuamos la fiesta en casa del Oficial de Comercio sevillano hasta altas horas de la noche, pero mi mente seguía perdida en el mar, la mirada fija en la línea del horizonte pero sin poder evitar también volver la vista atrás de vez en cuando y contemplar la estela que queda atrás a popa, el paisaje que va perdiéndose de vista...

Como a veces me sucede últimamente, la nostalgia me invade. Suspiro en voz alta y me recuesto en la austera silla de mi habitación mirando al techo. El sueño no llega, pero decido retirarme a descansar de todos modos... Antes de apagar la luz, mojo mi pluma una última vez para dejar aquí constancia de las predicciones que de lo incierto y futuro hicieron para mí los monjes budistas de Tailandia:

‘...Como una flor que se las arregla para parecer fresca bajo el sol abrasador. Como el pequeño pájaro que aprende a volar y azotado por fuertes vientos cae a tierra. Como el guerrero abatido por la flecha que se levanta para continuar la lucha. La vida será grata en un futuro, pero la recuperación necesita paciencia. No es probable encontrar una buena compañera en esta etapa y los problemas legales no serán propicios, pero sin embargo habrá algo de buena suerte.

A pesar de las dificultades presentes, las cosas mejorarán dentro de no mucho...’

Apago las velas con un soplido y me acuesto en mi colchón tendido en el suelo. Cierro los ojos y me arrebujo entre las sábanas con una sonrisa, pensando que mañana por la mañana me despertarán los rayos del sol...”

Capitán de goleta Augustus Lucero.