martes, octubre 30, 2007

Martes 30 de Octubre del año de nuestro señor 2007

Polvoriento, olvidado... así es como está mi cuaderno de viaje. Me costó encontrarlo, escondido quién sabe cómo ni por qué en la santabárbara, rodeado de otros objetos igual de descuidados. Pero al acariciarlos, al dejar mis dedos finos surcos en la capa de polvo que cubre todo como una mortaja, parecen revivir y sentir que es hora de zarpar de nuevo.

Vuelvo a navegar, después de muchos meses en tierra. Vuelvo a lo desconocido, a la aventura.Vuelvo al mar.Y cómo lo necesitaba...

Anclado en puerto desde el viaje a Tibet, mi única travesía reseñable fue una breve incursión por tierras eslavas con un grupo de bucaneros vascos que puso a prueba mi capacidad de resistencia en la mitad de los garitos de Letonia, Estonia y Suecia. Las hazañas de aquellos días no pueden ser aquí narradas, pues así es tácitamente acordado entre caballeros, pero creo poder decir que, a pesar de mi falta de costumbre, estuve a la altura de las circunstancias y aun me sobro tiempo para perderme con los nativos entre las preciosas callejas medievales de Tallin, probar sus exóticos restaurantes, asistir a conciertos en Riga o pasear por los muelles de Estocolmo admirando sus paisajes. Y sería injusto cerrar este párrafo sin hacer mención a la reconocida belleza de las mujeres de estos países, que es tal que a veces uno va por la calle y puede imaginar que ha muerto y que ha llegado al paraíso, pues parece que sólo ángeles le rodeen.

Acabado el viaje, volví a puerto y, acuciado por tensiones que acumulaba durante meses sin poder resolver, decidí romper con todo lo conocido y volver al mar, la única solución que mi corazón conocía. Mi partida, aunque en honor a la verdad, mejor sería llamarla huida, fue precipitada. En mitad de la noche, el Holandés Errante cargó sus bodegas, liberó sus amarras y zarpó en silencio del puerto; en cuanto hubo distancia, arriamos velas negras y desaparecimos en la inmensidad del océano, dejando un mar de separación entre nosotros y todo lo conocido. Navegamos callados, y al timón, no puedo decir si eran lágrimas o tan sólo la espuma salada que tanto echaba de menos, o tal vez ambas cosas a un tiempo, pero mis mejillas húmedas relucían a la luz de la luna, de tristeza por todo lo que quedaba atrás y de emoción por la aventura que me esperaba delante.

Necesitaba pensar, de modo que me convertí por unos días en peregrino y caminé desde Astorga a Santiago para ver la estatua del apóstol. Aunque mi antigua religión y yo hace tiempo que tomamos caminos diferentes, la rutina del andar y la camaradería que desprendían los peregrinos me tocó hondo. Caminé sólo y acompañado, hice amigos, los perdí y los reencontré. Otros viajeros conocían a mis amigos y me traían noticias de ellos. Lloré y reí. El camino es como la mar. Tiene calmas y tempestades. Tiene días de sol y días de lluvia. Hay mucho tiempo para pensar. Caminaba y pensaba.

De modo que llegué a la catedral, y aunque mis diferencias religiosas me negaran la compostelana y el perdón de mis muchos pecados, yo me sentía limpio y renovado. Esa era mi meta, no aquel bello y frío edificio de piedras inmutables y espacios oscuros. ¡Ah, qué noche de celebración! Los peregrinos nos despedimos al final del camino como se despiden los amigos de una vida que se dicen adios sin saber cuándo volverán a verse. Bebimos, comimos, reimos, y nos dijimos adios con lágrimas en los ojos y en el corazón. Después visité brevemente a un antiguo amigo y compañero de aventuras, el capitán Don Diego de Laracha, y a la dama Silvia, que conocía de tierras hongkonitas y que ahora vive con su marido en esas latitudes, y regresé a mi nuevo puerto, en Madrid, donde preparo mi barco para su próxima aventura. Y estoy seguro de que será pronto.

Capitán de goleta Augustus Lucero