lunes, marzo 15, 2004

Día 15 de Marzo del año de nuestro señor 2004.

“... Cierro los ojos y aspiro con fuerza. El olor a tierra húmeda inunda mis fosas nasales y me maravillo una vez más ante el contraste que presenta Asia en todas sus facetas. Estoy sentado en la oscuridad de la noche, en un claro en el centro de Victoria Park, en el corazón de Hong Kong. A mi alrededor, se extiende en todas las direcciones una muralla de árboles, y, si no mirara más allá, podría imaginar que estoy en el bosque. Y sin embargo, justo por encima de las copas mecidas por el viento, asoman decenas de torres resplandecientes elevándose hacia las estrellas, nutriéndose de su tenue luz, como una gigantesca fortaleza. La naturaleza y la ciudad en una perfecta y surrealista simbiosis. Lentamente me levanto y vuelvo a casa para manchar una vez más las páginas de mi diario con mis últimas aventuras...

El tiempo transcurre rápido en Hong Kong, los segundos dando paso a los minutos y éstos a las horas, días y meses sin que uno se dé cuenta. Y sin embargo, cada día trae algo nuevo e inesperado. Todos los días tienen su lección, y aunque debo confesar que no todo lo que descubro me es grato, disfruto con cada momento de exploración y soy feliz en estas islas tan alejadas de la mano de Dios.

Pocas cosas he recogido en estas páginas de mi estancia en Hong Kong hasta ahora, así que he decidido narrar en el día de hoy algunas de las anécdotas que he ido coleccionando desde que llegué...

Supongo que alguna de las cosas que más nos choca a los occidentales es la gastronomía china. Tanto la forma de cocinar como los condimentos y los elementos básicos son bastante diferentes. Una de mis primeras y más intensas experiencias la tuve a los pocos días de llegar. En mi afán para integrarme con la cultura local, interrumpí uno de mis paseos nocturnos para acercarme a uno de los múltiples puestos que hay repartidos por Hennessy Road, la calle que constituye la arteria principal del tráfico de la isla. El tenderete recogía una colección de alimentos difícilmente identificables de todos los colores y olores, aunque tenía dificultades para imaginar como afectarían tales al sentido del gusto. Estaba yo examinando dubitativamente la mercancía cuando se acercó una joven y delicada china y pidió una ración de algo que le fue servido pinchado en un palillo. Si tuviera que apostar, basándome en mis estudios de quirurgía, diría que se trataba de pulmón. Estaba flotando en un bol gigante, hirviendo en una salsa de aspecto poco recomendable y como era ya tarde y quedaba poco, se movía dentro del recipiente, sumergiéndose y reapareciendo por momentos. No era un espectáculo que despertara mi apetito pero haciendo de tripas corazón, me acerqué al puesto y señalando lo que la chica oriental había pedido y ya devoraba mientras se iba alejando, pedí una ración de “pulmoncillos”. El olor era penetrante y la consistencia gomosa. Marché pues tratando de distraer mi mente en otras cosas mientras engullía los pedazos de víscera, pero el esfuerzo fue excesivo para mi estómago. Cuando iba por la mitad del palillo, tuve que arrojarlo lejos y concentrarme para no arrojar también lo que ya había ingerido. Intenté lavar el sabor con un zumo de mango, pero había calado hondo, y el penetrante olor y el regusto de los órganos me persiguieron toda la noche en mis pesadillas.

Afortunadamente, la mayor parte de la comida oriental me resulta agradable y apetitosa, y disfruto experimentando cosas nuevas. Entre las opciones disponibles, aparte de comida occidental, que también se puede encontrar si se desea pero que yo trato de evitar, se puede encontrar cocina tailandesa, coreana, vietnamita... y dentro de éstas y de la china propia, multitud de especialidades. Hay que tener especial cuidado con el picante que puede arrancar lágrimas y secuestrar la respiración de los hombres más hechos y derechos.

Además de la comida, Hong Kong presenta multitud de secretos escondidos entre sus callejuelas. Los edificios esconden en su interior todo tipo de comercios y locales y los mercadillos se extienden durante bloques y bloques incluyendo ropa, comida, imitación de todo tipo de artículos de importación extranjeros, guardados con celo en escondidos pisos francos, peces, pájaros, insectos y todo tipo de criaturas sorprendentes, incluidos los habitantes de la ciudad, que constituyen de por sí una especie autóctona digna de estudio.

Pero la ciudad presenta también sus riesgos para los atrevidos exploradores. El otro día, sin ir más lejos, estuve a punto de ser devorado por las ratas cuando esperaba a un amigo sentado en un parque. No tengo especial repugnancia hacia dichos especímenes, pues siempre hay alguna en los barcos, o de otro modo hay que sospechar que algo va mal... pero éstas eran diferentes. Cuando me di cuenta, las vi correteando descaradamente sin miedo junto a mis botas y cuando me levanté y me alejé un poco, se apoderaron del banco donde había estado reposando y estuvieron mordisqueándolo y haciendo malabarismos encima y debajo de él. Desde luego, la higiene no es el tema más cuidado en este país, lo que ha sido apuntado como posible fuente de las epidemias sufridas últimamente.

Sin embargo, desde mi llegada a Hong Kong, para mí lo más interesante ha sido sin duda alguna el día en que alquilamos un junco para surcar las aguas de los Nuevos Territorios. El transporte era realmente grande, con capacidad para más de treinta personas, unos veinte metros de eslora y un estilizado diseño. Yo había ido preparado para asumir el mando de la embarcación, pero el navío tenía ya un capitán y consideré cortés permitir al marinero chino que manejara el timón, de modo que yo pude relajarme y disfrutar del viento de proa, del sol, de su reflejo en las olas y del vaivén de la cubierta...

Fue una travesía corta, apenas unas horas de trayecto, pero igualmente agradable y entretenida. Partimos temprano por la mañana, en un día claro y soleado. No habría de notarlo hasta el día siguiente, pero los largos periodos lejos del mar me habían hecho olvidar las precauciones necesarias, y tras pasar todo el día a pecho descubierto, mi piel tomaría más tarde el aspecto y la tonalidad del caparazón de un cangrejo. Abandonamos pues la isla hacia una pequeña cala escondida en los Nuevos Territorios, en una zona donde antaño se libraron grandes batallas navales y que aún presentaba aquí y allá vestigios de tales confrontaciones. No faltó el ron que todo buen marinero debe llevar a mano y cuando por fin arribamos a destino, ya la camaradería hacía uno de la tripulación en pleno. Anclamos a cierta distancia de la orilla y la mayor parte del pasaje se abandonó al sueño en la cubierta inferior. Los más atrevidos decidimos explorar la costa y como no teníamos embarcación auxiliar, debimos arrojarnos por la borda y recorrer a nado la centena de metros que nos separaba de la playa. Llegamos deshechos, mermados por la vida sedentaria y el efecto del alcohol y las sustancias aromáticas que nos habían acompañado durante la travesía y nos tendimos boca arriba en la arena, cual náufragos supervivientes de un desastre marítimo, pero congratulándonos de nuestra dudosa hazaña. Permanecimos un rato allí tumbados hasta que el regreso se hizo necesario. La vuelta fue aún más dura, pero afortunadamente llegamos todos enteros y de una pieza hasta el barco.

Zarpamos en breve de vuelta a la isla. El buen día que nos había acompañado en todo momento nos regalaba la vista de la puesta de sol a proa. Erguido en la cubierta, abandoné mi mente a la inmensidad del mar, mirando directamente al astro rey entre mis párpados semicerrados, saboreando la espuma de las olas, disfrutando del momento...

Cuando arribamos a puerto hacía tiempo que el sol se había puesto y las luces de Hong Kong nos recibían una noche más. Aunque al día siguiente nos esperaba el trabajo, unos pocos continuamos la fiesta en casa del Oficial de Comercio sevillano hasta altas horas de la noche, pero mi mente seguía perdida en el mar, la mirada fija en la línea del horizonte pero sin poder evitar también volver la vista atrás de vez en cuando y contemplar la estela que queda atrás a popa, el paisaje que va perdiéndose de vista...

Como a veces me sucede últimamente, la nostalgia me invade. Suspiro en voz alta y me recuesto en la austera silla de mi habitación mirando al techo. El sueño no llega, pero decido retirarme a descansar de todos modos... Antes de apagar la luz, mojo mi pluma una última vez para dejar aquí constancia de las predicciones que de lo incierto y futuro hicieron para mí los monjes budistas de Tailandia:

‘...Como una flor que se las arregla para parecer fresca bajo el sol abrasador. Como el pequeño pájaro que aprende a volar y azotado por fuertes vientos cae a tierra. Como el guerrero abatido por la flecha que se levanta para continuar la lucha. La vida será grata en un futuro, pero la recuperación necesita paciencia. No es probable encontrar una buena compañera en esta etapa y los problemas legales no serán propicios, pero sin embargo habrá algo de buena suerte.

A pesar de las dificultades presentes, las cosas mejorarán dentro de no mucho...’

Apago las velas con un soplido y me acuesto en mi colchón tendido en el suelo. Cierro los ojos y me arrebujo entre las sábanas con una sonrisa, pensando que mañana por la mañana me despertarán los rayos del sol...”

Capitán de goleta Augustus Lucero.

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